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Niñez en un bocado: el poder emocional del azúcar

Actualizado: 4 nov

El azúcar no solo endulza, también despierta. En cada cucharada hay una pulsación que nos devuelve a la infancia, a un tiempo en el que el mundo era más pequeño y el sabor era más grande. Una galleta puede ser un archivo emocional; un disco de masa donde el cerebro graba risas, voces, cumpleaños y tardes lluviosas. Por eso, cuando probamos un sabor de la niñez, no lo degustamos con la lengua, sino con el alma.

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La memoria gustativa tiene su propia geografía. Hay quienes recuerdan el olor del horno como otros recuerdan una melodía. Hay galletas que se vuelven brújulas: te orientan hacia el hogar, aunque el hogar ya no exista. En ellas se esconden afectos que sobrevivieron al tiempo. La neurogastronomía lo explica con precisión: los sabores dulces activan regiones del hipocampo, donde se almacenan recuerdos emocionales. Por eso el azúcar es mucho más que un ingrediente: es una máquina del tiempo.

Pero en la era digital, la nostalgia también se programa. Marcas globales recrean artificialmente el “sabor a infancia” con algoritmos sensoriales que miden texturas, colores y reacciones faciales. Buscan fabricar recuerdos a pedido. Y aunque el resultado puede ser técnicamente perfecto, algo falta: el accidente, la imperfección, la historia detrás del horno. Ningún algoritmo puede imitar la emoción de una madre vigilando el reloj o la torpeza de un niño decorando con chispas de colores.

La niñez es el laboratorio donde aprendimos la dulzura. La repostería es la forma en que la perpetuamos. Y aunque hoy los sabores se diseñan en pantallas, sigue siendo el corazón quien decide qué dulce guardará para siempre.

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