El Día que se Vendió Demasiado
- GERMÁN CAMOU GARCÍA
- 18 ago
- 1 Min. de lectura
Actualizado: 26 nov
Hubo un día en que la marca experimentó algo que durante mucho tiempo creyó que era el sueño máximo: vender tanto que no pudiera seguir el ritmo. Las máquinas no descansaron, las manos temblaban del cansancio, las colas parecían no tener fin. Era un torbellino de éxito inmediato, una ola que arrasaba con todo.

Al principio, la emoción fue desbordante. Se sentía invencible, validada por una masa de gente que la buscaba con ansiedad. Pero pronto esa fascinación se convirtió en miedo. El exceso no solo desgastó los recursos; desgastó su esencia. Cada pieza que salía más rápido de lo previsto la hacía sentir un poco menos ella misma.
La marca descubrió que el éxito abrupto también quiebra. Porque cuando todo se vende, se deja de escuchar. Cuando cada decisión es urgente, no hay tiempo de preguntarse si es correcta. Cuando el crecimiento se desborda, la identidad se diluye.
Esa jornada eterna dejó cicatrices silenciosas. La marca sintió una desconexión profunda entre lo que era y lo que ofrecía. Algo en su sabor, en su atención, en su narrativa… se había estirado tanto que empezó a romperse. No físicamente, sino emocionalmente.
Al día siguiente, cuando finalmente volvió la calma, la marca vio el desastre: piezas imperfectas, clientes insatisfechos, trabajadores exhaustos y, sobre todo, un eco interno que repetía: “No así.”
Ese día le enseñó que vender más no significa ser más. Y que la abundancia, cuando no se sostiene con intención, es tan peligrosa como la escasez.
El éxito es un fuego: si no se usa con cuidado, termina quemando.




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